martes, 12 de enero de 2010

TRAMONTANA


Solíamos ir todos los veranos al norte, donde nos alojábamos en nuestra casita blanca, azul y pequeña. Los niños comían helado y las señoritas llevaban vestiditos y sombreros de paja blancos. Tramontana. Las gabiotas amenizaban el silencio de los acantilados y el estallar de las olas contra el todo de la humanidad se convertía en el pan nuestro de cada día. Tramontana. Los pescadores llegaban a puerto siempre puntuales y mi abuelo me cogía de la mano para ir a verlos. El olor a pescado que desprendían las enormes barcas de pesca no me resultaba desagradable, era el aroma que teñía aquél paisaje, ¡Mariano, pásame las redes! Tramontana. Había en la vila una plaza redonda con un centenario árbol en el centro que cada año se hacía más enorme. La iglésia descansaba, desde hacía siglos, blanca y austera, encima de una escalinata que era el temor de las más ancianas del lugar. Tramontana. La noche vestía un traje de sal y aire fresquito que le dejaba a uno la piel blancuzca. En el parque de delante de mi casa había un cementerío de barcas abandonadas, donde los cadáveres de madera se revolvían en un mar de astillas enfadadas. Yo hacía revotar piedras a menudo en el embarcadero, y observaba como se hundían, imaginando, que la piedra era un mundo fantástico que ahora quedaría sumergido para siempre bajo esa enorme balsa salada que era el Mediterráneo.

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